Esa misma tarde un tren se ponía camino de Chiang Mai. Yo había reservado segunda clase con aire acondicionado, pero mi asiento correspondía a una cabina de primera , a compartir con una pareja de Tailandeses y un Bávaro dedicado al "control de calidad" de la cerveza que fabrican. Su peculiar nombre: Ludvig. Catorce horas después, congelados a causa del arcaico aire acondicionado (siempre a tope y sin poderse apagar siquiera) el revisor anunciaba la llegada.
Chiang Mai está enclavado en un plano entre montañas, al norte de Tailandia, cerca de las fronteras con Laos y Camboya. Tiempo atrás esta zona era conocida como el Golden Triangle, famosa por ser la mayor productora de opio y heroína del mundo entero. Al menos en Tailandia, eso ha desaparecido. Aunque saliendo de la ciudad aún puedes ver gente local que te ofrecen fumar opio en su trastienda.
Queda, sin embargo, ese espíritu hippie patente en sus calles, en los bares de ambiente relajado, en las casitas de bambú. Pronto los otros viajeros del hostes y amigos varios me hablan de Pai, una pequeña cuidad de 2.000 habitantes dedicada por entero al turismo, en plenas montañas, catapulta para recorrer en moto los bellos paisajes con terrazas de arroz listas para cosechar, descubrir cascadas ocultas, pasear por el cañón, adentrarse en sus cuevas...
Recorridos los múltiples mercados que cobran vida al atardecer y visitados algunos de sus templos, Ludvig y yo, junto con dos chicas también alemanas, nos montamos en el mismo mini-bus con dirección a Pai.
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